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FERNANDO NOY
DENTELLADA
SARAZA

Páginas: 94
Formato:
Peso: 0.101 kgs.
ISBN: 9789874692450

Estos poemas los escribí durante una residencia en la casa de arte Akademie Schloss Solitude, de Stuttugart, durante el mes de noviembre de 2005.La experiencia de sentirse escritor profesional, casi for export, artista en residencia permanente fue un gran motivo para escribir unos cuantos versos y para deprimirme un montón. Pese a que en la Akademie tenía todo lo que nunca antes había tenido en mi vida (ni volvería a tener): un estudio, un cuarto para mí solo, cafetería con cafés y coca colas las veces que quisiera. Impresora, computadora, internet, seguro médico y una buena mensualidad en euros que cuadriplicaba mis dos miserables sueldos que necesitaba solo para vivir en Argentina. Todo ese bienestar no impidió que me cayera la soledad duramente. Ese era el plan, ya lo decía su nombre El Castillo de la Soledad. Escribir era cosa de solitarios para todos, menos para mi, que había escrito siempre rodeado de humo, grito y consumo. Al cuarto día en el que sólo escuché cantar a los pájaros, me puse nervioso, sentí una ráfaga de soledad y angustia, bajo el frío polar de Stuttgart, comprendí rápidamente lo que quería: volver a Buenos Aires lo antes posible.

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Estos poemas los escribí durante una residencia en la casa de arte Akademie Schloss Solitude, de Stuttugart, durante el mes de noviembre de 2005.La experiencia de sentirse escritor profesional, casi for export, artista en residencia permanente fue un gran motivo para escribir unos cuantos versos y para deprimirme un montón. Pese a que en la Akademie tenía todo lo que nunca antes había tenido en mi vida (ni volvería a tener): un estudio, un cuarto para mí solo, cafetería con cafés y coca colas las veces que quisiera. Impresora, computadora, internet, seguro médico y una buena mensualidad en euros que cuadriplicaba mis dos miserables sueldos que necesitaba solo para vivir en Argentina. Todo ese bienestar no impidió que me cayera la soledad duramente. Ese era el plan, ya lo decía su nombre El Castillo de la Soledad. Escribir era cosa de solitarios para todos, menos para mi, que había escrito siempre rodeado de humo, grito y consumo. Al cuarto día en el que sólo escuché cantar a los pájaros, me puse nervioso, sentí una ráfaga de soledad y angustia, bajo el frío polar de Stuttgart, comprendí rápidamente lo que quería: volver a Buenos Aires lo antes posible.